jueves, 24 de septiembre de 2015

Carril bici

La ciudad tal vez es mas amable con otro carril de bicicletas. Es mas amable, si, las viejas y los sordos pueden ser arrollados en mas trecho, voceados, los torpes, impericia de juanetes para esquivar al rápido, al elástico. Los lisiados por los años, los parlanchines de las panaderías que eternos para la compra de su panecillo es el tiempo de soledad que ocupan en ver a otros, en no televisión, en no piso grande con fotos por los muebles hastiados de estar siempre en el mismo sitio, de sentir el ruido, el tacto sobre la madera de las llaves que deja el propietario al entrar, dos vueltas claro a la cerradura, dicen que entran negros a robar, quién, cómo se ve un negro por la noche, dicen que los dos barquitos del blanco de los ojos, de los ojos. Los hijos porqué San Diego, porqué Yoba, se le ríen los nietos, Aiyobua, abuela, ya ajenos cuando vuelven a las gracias siempre repetidas, al arroz al horno que no me sale igual, acostumbrada ahora a guisar solo para mi, o a que guise Evelyn o cualquier Evelyn porque yo no me muevo de mi casa, estás bien mamá, si, claro, fíjate, Juan sigue en San Diego, y un cargazo en una multinacional, sabes, los chicos hablan cinco idiomas ¿cinco idiomas allí! Pero no, mucho viaje para mí, vendrán unos días en Diciembre, no al final, no, también van a Frankfurt, sabes, de donde es ella, repartir los cariños, qué le vamos a hacer. Y meter la cesta de las pinzas, dejar la ventana abierta, adiós, Mary, voy a ver un poco la tele que ya he bajado a por el pan, ea. El mundo era tan grande y no lo sabíamos, y ahora ya no me voy de viaje, ahora, para estorbar, y todo me duele.

Estado general

Penan los primeros con suspiros primeros amores que nunca tuvieron, penan
Decenas de páginas que en cada lamento derraman su tinta borrada de lágrimas
Penan quejas graves desencuentros oportunos tiempos que al pasar no vieron, penan
La viña del vino sagrado que ellos no supieron distinguir en tantas, penan
El tiempo pasado amor que prendía de las arboledas que nunca veían.

Penan después otros dolidas fatigas trabajos esfuerzos gemidos sudores
Los hijos tenidos que pesan el vínculo doble y en papel listado lloran por el orden
Tan indeseado de la vida suya siendo como eran pájaros tan jóvenes por las arboledas,
Penan, por el aire que no respiraron presos como fueron de amor ordenado y el teclado
Llenan de negros presagios y agobios con pena de ser tan esclavos de fútbol y cena.

Penan cincuentones hijos en carrera la mujer cansada de muertas caderas, penan
En las noches de copas eternas metabolizadas en dulzón aliento y cabeza espesa, penan
El suicidio con que a veces sueñan y la cita ciega del terror a algo de vejiga, o próstata.

Penan las mujeres y los niños penan porque han aprendido que el mundo es de pena,
Los adolescentes, las viudas tristísimas que morir desean, las peores putas,
Los embotijados dueños del planeta que penan un cólico por vicio de pena,
Y los viejos al sol del Botánico marmolan su pena con las hondureñas que los apacientan.

También en la prensa se exprimen los males, se agrandan, permanente digestión de penas
Repiten sin pausa, ardor de la pena que no tiene nombre ni tiempo ni espera.
Que todo se nutre de la misma mugre y en esa cazuela de horrores hoza todo el mundo
Su propia condena penan.

(Y el mar despereza su espejo de nácar) 

Caridad (informe)

Me encontré de nuevo a Doña Pura, pulida, conjuntada, 93 años de educación y buen gusto, zapato de medio tacón. Me informó, como todas las mañanas, de los rezos durante la noche. Nada, había amanecido como siempre, Dios no la tenía en su seno. Le pedí que se apartara de la puerta del ascensor; es de reja, antigua y necesita mucho espacio para abrirse.
Se retiró un poco, -otro poco- le pedí. Doña Pura se volvió para mirar el sol que traspasaba el pavés de la ventana de la escalera. Así de espaldas quedaba completamente iluminada, un halo alegre la rodeaba. Le di una patada en el culo con la fuerza suficiente para que no sufriera nada el golpetazo.

Abrí la reja, las puertas del ascensor y las cerré. Salí a la calle, al precioso día.

Poemas de la voz y el ópalo (2001)

Busco a ciegas
Y hacia adentro busco la ausencia luminosa.

A tientas y en el vértigo me dejo,
Caigo hacia el fondo ausentado del suelo
Caigo y subo en el ritmo que llega hasta mi mano
Que relata con prisa las palabras del flujo,
Sedimento del ritmo, de la constante música
Que he enhebrado con los ojos cerrados.

Hay un cuajo de carne, sangre y lumbre,
ruido de la ciudad y de los pájaros,
ausencia, claridad, falta o sosiego.
Vida y la voz.
La voz al fondo de la luz oscura,
Al final de ese vértigo,
la voz que se alza hacia abajo libre
Y hacia el final.

La punta de mis dedos
dibujando el perfil con la caligrafía
que trata de apresar el ópalo de fuego.

                        * * *

¿Quién enhebra la luz, quién la contiene?
Giro aturdida por su fuerza al centro,
roto mi recorrido, desnuda ya de mi.

Magma de su espiral gravitatorio
Y ajena ya a la típula que fui
(Curioseaba entonces entre círculos
Mirándome y midiéndome con ella,
Soberbia necedad de juventud).

Presa de tu corriente me estoy ahogando en tanta claridad
Y abro los ojos para liquidarme.
Desistida de mi, ya me he entregado.

Pero sé compasiva; antes de aniquilarme
Desvélame el alfabeto ardiente con que escribir tu nombre.
No tengo a nadie que me explique
Que hacer con esta voz en tanta luz.




jueves, 20 de agosto de 2015

Cosecha loca

Viene su grito descompasado
dando zancadas rabiosas a la tierra
-la que ha sido sustento de su vida-
y arrebatadas manos tiran, como si fueran hembras maltratadas 
acelgas espigadas con raíces
que arrastran por el suelo sus pobres cabelleras hirsutas.

Sembró las habas en octubre
y arrancó las panochas cuando granaban. Puso retales en sus tres cerezos
para guardarlos de los pájaros
y tuvo una cosecha de rabillos con el hueso mondo.
Con un rastro de babas su ciego pensamiento
le equivocaba frutos y estaciones; fue echándolo la tierra de su lógica.

Bracea la camisa terrosa, sonríe,
las canillas al aire y el pantalón sujeto con esparto;
me trae de regalo las acelgas
como si esa visión fuera un saludo o unos buenos días
en lugar de un fotograma de La Matanza de Texas.

martes, 18 de agosto de 2015

Reformas urbanas 3


Quitada ya la piel la ciudad se muestra en carne viva,
sangra por los costados. Florecen en zonas muy dañadas
animales coprófagos.

Sarna abultada sobre sus patas, viejas como rosarios,
me admitieron las ciudades eternas un envío ilegal de palomas y tórtolas.
Los perros, abolidos los títulos,
arracimados donde no molestaran buscaban huesos soleados.
No aquellos parecidos a sus dueños,
mascotas sucumbidas al desorden.

Reformas urbanas 2


Tengo prohibido celebrar tesoros.
Ciegos muertas pupilas de costumbre
lo brillante festejan. Pero el labio inferior,
-el gajo irónico casi guardaba el otro-
de Dominique Sanda
me es necesario si he de tentar rapaces;
El manto verde alto de Monforte
se habita por codicia del fruto.

Reformas urbanas 1

He dispuesto arrancar de estas calles la manta de alquitrán
separando la tenebrosa carne calentada
y recogerla entera, enrollarla sobre sí,
alfombra fétida; dejar innumerables bultos no sé donde,
qué lugar en donde no la vea
(ya diré de ocurrírseme alguna idea brillante, ordenada).

Pronto aparecen raíces, adoquines,

mas abajo el cielo lunar que esta ciudad
esconde el agua sometida,
voltear las palmeras que crecen hacia abajo,
los manglares extraños y las babas de los ahogados olvidados,
antes vivos y analfabetos o felices.

Ahora esta ciudad es cosa mía.

El cielo tan azul no he de tocarlo,
que tiene voz de muecín en Tánger.

martes, 14 de julio de 2015

Ajax y glosopeda (informe)



En el estudio de Marcas y Patentes aparece AJAX como la titular del primer envase para uso doméstico de detergente para lavadoras en formato “Tambor; conocido popularmente como “Bombo”) peso de 5 Kg. y, en otro registro posterior, 8 Kg. También queda referido que en interior del tambor, sobre el detergente y a modo de reclamo para los pequeños de la casa, se incluye una figurita plástica que representa a un guerrero medieval con armadura y cimera en actitud de ataque, con una pica en la mano derecha. La figurita es completamente blanca y tiene el tamaño aproximado de los indios y vaqueros de la época con los que juegan los niños. En el espacio publicitario que aparecerá en televisión, éste guerrero toma vida y, al himno o cancioneta que acompaña su movimiento, ataca a la suciedad de la ropa, produciendo en el contacto de esta con la lanza una serie de destellos que quieren figurar la reposición de un blanco único. La letra del himno, que cantan voces masculinas, es: El mas poderooosoooo.
En una adenda figura una anotación que me lleva a la investigación siguiente.

En 1969 el Sr. Gomes Portozudo, innovador empresario del sector de la Agricultura y Ganadería, (al que había sido incorporado de forma abrupta después del fiasco comercial de una empresa dedicada a la fabricación de sacos de yute), hizo una importante inversión en cabaña caprina y ovina, llegando a la cifra de 2000 cabezas, 3/4 en la primera y el resto en la segunda, habida cuenta que los terrenos de los que disponía para la alimentación de dicho ganado se consideraban más favorables para la cabra, debido a su rusticidad y fortaleza. Es sabido que a finales de verano los rebaños vuelven de la trashumancia para su conteo, separación de las cabezas jóvenes para la venta, y para la reproducción que, llegada a feliz término, propiciará una paridera en los últimos meses del año, que es cuando el ganado queda refugiado en los corrales y los pastores pueden dormir en sus casas.
El Sr. Gomes Portozudo, contemplando desde un resalte del terreno la cantidad de animales allí reunidos, y la belleza y porte de los machos cabríos que se embestían unos a otros por el capricho de cabra en celo, quiso que la cabaña fuera adquiriendo un renombre que, a la larga, beneficiara las ventas.
Después de un mes de pormenorizada observación de los machos cabríos -cabrones, que ese es su nombre- mandó separar a dos ejemplares de una gran presencia. Fuertes, de imponente cornamenta, ojos desafiantes de rectangular pupila, barbas espesas y largas y labio superior bien levantado al hacer el feo en su hostigamiento de la zona vulvar de las hembras, y de altura y corpulencia inusuales. 

Quiso ese año presentarse la glosopeda muy virulenta y cundió la alarma entre los ganaderos de la zona, acostumbrados como estaban a varios en los que la enfermedad se daba en cabañas aisladas.
Simultáneamente a esta alerta sanitaria el Sr. Gomes Portozudo le había encargado a su señora la compra de un Bombo de 5 Kg. del detergente, y una vez hubo resuelto con los pastores el baldeo y exhaustiva limpieza de un corral, así como la fijación de postes y acarreamiento de agua -se trasladó para ello la cuba que daba servicio al personal de las instalaciones hasta el muro lateral adyacente-, hizo el viaje diario con la doméstica que trabajaba en el domicilio familiar (vivían en la ciudad, a unos 70 Km. de la propiedad rústica. Su señora no pudo incorporarse por estar de sobreparto del quinto hijo), con el fin de enjabonar y aclarar, peinar y secar a los cabrones, cuya inmovilidad garantizaron los pastores que, en número de tres, llevaron a cabo no con pocas dificultades. Después de una quincena de lavados y abundante alimentación de los animales, y tras la admiración unánime de los trabajadores de la propiedad, se procedió a habilitar el automóvil del Sr. Gomes Portozudo para el transporte. Se desmontó el asiento (se trataba de un Mercedes 180D, matrícula 78287, con asiento trasero corrido tapizado en cuero plena flor, color natural), y se colocaron las piezas necesarias para la sujeción de las correas que mantenían inmóviles a los cabrones. Los animales, algo desconcertados por el olor que emanaban y con cierto acomodo a la situación de quietud que tan buen alimento les proporcionaba, no opusieron resistencia a atravesar sobre unos sacos la corta distancia que los separaba del coche. Fueron convenientemente atados y el viaje transcurrió sin incidencias. El Sr. Gomes Portozudo regresó de la Feria del Ganado de Lérida con sendos Diplomas que acreditaban la majeza de los cabrones: Premio Extraordinario y Primer Premio.

La noticia de la muerte de 1.136 animales en lo que llevaban de epidemia no mermó la alegría de aquella joven familia.
                                                                                                  

                                                                                                      

Ana en el autobús 2

APOSTOLADO

Ahora no rezamos por las noches, con su voz paseando por las avemarías con un murmullo suave que se detiene un momento cuando nos toca levemente un brazo; si alguno se adormila, o en el mormor del rezo se pierde y queda suspenso, en la boca dormida una hilacha “ahora y en la hora de nuestra muerte...”
Llevaba tartas de manzana al Colegio cuando era la fiesta de fin de curso; del seiscientos, cubiertas de papel de seda, las sacaban las monjas entre hipos de alegría y agradecimiento, “¡Ay, Maria Luisa, siempre tan detallista...!”, y mi madre, delgada y guapa, se deshacía, blanda como una crema pastelera, entre tanto halago.

Antes.

Ahora mi madre es catequista. Por las tardes, cuando llegamos del Colegio, la vemos arreglarse, esperar a la madre de Ana y a Rosa, salir de casa cuando nos deja la cena preparada y que yo doy a mis hermanos después. Ahora somos más mayores.

Esto es desde que Don Juan ha llegado a la parroquia. Salen algunas a visitar a la gente del barrio. Recorren casas, hacen apostolado, como dicen, entre tanta gente desarraigada, y encuentran muchos que no ponen un pié en la iglesia, a los que no conocen. Después van a la parroquia, cuentan al cura las visitas hechas: “Juan, qué lástima, siete niños, hijo, y un olor a col, a casa pobre...” y es que todas las tardes recogen con los ojos una pena nueva, trasiegan soluciones que remedian, parchean vidas de quien ha perdido pié y dejó ya no lo encuentra. Cuando cenan mis padres oímos a mi madre contar. Nos enteramos de lo que es un Meublé. “Ya tienen edad los niños de saber…” Así que mamá, animada por mi padre nos cuenta. Mujeres que se visten raras, una fuente de luces rojAhora no rezamos por las noches, con su voz paseando por las avemarías con un murmullo suave que se detiene un momento cuando nos toca levemente un brazo; si alguno se adormila, o en el mormor del rezo se pierde y queda suspenso, en la boca dormida una hilacha “ahora y en la hora de nuestra muerte...”
Llevaba tartas de manzana al Colegio cuando era la fiesta de fin de curso; del seiscientos, cubiertas de papel de seda, las sacaban las monjas entre hipos de alegría y agradecimiento, “¡Ay, Maria Luisa, siempre tan detallista...!”, y mi madre, delgada y guapa, se deshacía, blanda como una crema pastelera, entre tanto halago.

Antes.

Ahora mi madre es catequista. Por las tardes, cuando llegamos del Colegio, la vemos arreglarse, esperar a la madre de Ana y a Rosa, salir de casa cuando nos deja la cena preparada y que yo doy a mis hermanos después. Ahora somos más mayores.

Esto es desde que Don Juan ha llegado a la parroquia. Salen algunas a visitar a la gente del barrio. Recorren casas, hacen apostolado, como dicen, entre tanta gente desarraigada, y encuentran muchos que no ponen un pié en la iglesia, a los que no conocen. Después van a la parroquia, cuentan al cura las visitas hechas: “Juan, qué lástima, siete niños, hijo, y un olor a col, a casa pobre...” y es que todas las tardes recogen con los ojos una pena nueva, trasiegan soluciones que remedian, parchean vidas de quien ha perdido pié y el sitio que dejó ya no lo encuentra. Cuando cenan mis padres oímos a mi madre contar. Nos enteramos de lo que es un Meublé. “Ya tienen edad los niños de saber…” Así que mamá, animada por mi padre nos cuenta. Mujeres que se visten raras, una fuente de luces rojas en la entrada, sofás de eskay, de esos de botones, Tapices con bosques y ciervos y mujeres en camisón… Luego sale una señora, una Madame dice mamá, “con muchísimo gusto las atendería, si señoras, pero a otra hora ¿saben? Es que esta hora es fatal, ya empezamos a trabajar y claro, es muy mal momento…” Entonces, por la mañana; volverán las catequistas por la mañana cualquier otro día. Ella duerme hasta muy tarde “pero las señoras no se tienen que preocupar, aunque me despierten, de verdad que tengo muchos deseos de ir a la parroquia, hace tanto tiempo que no voy… Perdonen ustedes que les sea tan sincera, pero con este negocio, ¿saben? Le da a una como que la miraran mal, en el barrio todo el mundo se conoce…” Que no y que no, que en la parroquia no se juzga a nadie, que es al revés, que somos una comunidad, que estamos al servicio de quien necesite ayuda, que no se pregunta, ni se dice, sólo por si se tiene alguna necesidad, dice mamá; y papá, metido de lleno en la conversación con ella, -se han olvidado de nosotros -, hablan entre ellos: “Eso Mª Luisa, no preguntar, no juzgar. Ese es nuestro trabajo. Que se acerquen a Jesús, que vengan. Él es llama de amor viva a través de nosotros”. Pero Pablo dice con su vocecita aún de niño: “¿Y porqué no se abrigan para corretear entre los ciervos? Y en ese negocio, ¿gana mucho dinero la señora francesa?”

En la parroquia, un poco después de Don Juan, llegan Don Fernando, Don Bruno y Don José. Los tres son jóvenes y no llevan sotana: sólo una piececita blanca en el cuello. Mamá nos dice “Cleryman, se llama Cleryman”. Cuando vamos a misa, Al principio de conocerlos, Ana y yo nos pedimos uno cada una; Don Bruno y Don Fernando, guapos, altos. No nos dejan llamarles así, Don tal. Pepe, Nando. A mí al principio me cuesta. Don Bruno no nos dice nada, así que no le tuteamos. Es más tímido. Don Juan es muy bueno y siempre está contento. Dice mi madre que hay curas que a veces dan su sueldo para ayudar a las familias. Los tres hemos decidido dar un duro de los cuatro que tenemos de paga a la semana, para la parroquia. He echado cuentas y me parece que no podré ir al cine más que una vez al mes. Luego lo he vuelto a pensar y se lo he dicho a mis padres, que todas las semanas no, que cuando yo pueda. Mi padre a veces es inflexible. “No vale arrepentirse, Marisa. Un compromiso es un compromiso”. Claro, a él un duro no le pica.

       
  DON BRUNO
as en la entrada, sofás de eskay, de esos de botones, Tapices con bosques y ciervos y mujeres en camisón… Luego sale una señora, una Madame dice mamá, “con muchísimo gusto las atendería, si señoras, pero a otra hora ¿saben? Es que esta hora es fatal, ya empezamos a trabajar y claro, es muy mal momento…” Entonces, por la mañana; volverán las catequistas por la mañana cualquier otro día. Ella duerme hasta muy tarde “pero las señoras no se tienen que preocupar, aunque me despierten, de verdad que tengo muchos deseos de ir a la parroquia, hace tanto tiempo que no voy… Perdonen ustedes que les sea tan sincera, pero con este negocio, ¿saben? Le da a una como que la miraran mal, en el barrio todo el mundo se conoce…” Que no y que no, que en la parroquia no se juzga a nadie, que es al revés, que somos una comunidad, que estamos al servicio de quien necesite ayuda, que no se pregunta, ni se dice, sólo por si se tiene alguna necesidad, dice mamá; y papá, metido de lleno en la conversación con ella, -se han olvidado de nosotros -, hablan entre ellos: “Eso Mª Luisa, no preguntar, no juzgar. Ese es nuestro trabajo. Que se acerquen a Jesús, que vengan. Él es llama de amor viva a través de nosotros”. Pero Pablo dice con su vocecita aún de niño: “¿Y porqué no se abrigan para corretear entre los ciervos? Y en ese negocio, ¿gana mucho dinero la señora francesa?”

En la parroquia, un poco después de Don Juan, llegan Don Fernando, Don Bruno y Don José. Los tres son jóvenes y no llevan sotana: sólo una piececita blanca en el cuello. Mamá nos dice “Cleryman, se llama Cleryman”. Cuando vamos a misa, Al principio de conocerlos, Ana y yo nos pedimos uno cada una; Don Bruno y Don Fernando, guapos, altos. No nos dejan llamarles así, Don tal. Pepe, Nando. A mí al principio me cuesta. Don Bruno no nos dice nada, así que no le tuteamos. Es más tímido. Don Juan es muy bueno y siempre está contento. Dice mi madre que hay curas que a veces dan su sueldo para ayudar a las familias. Los tres hemos decidido dar un duro de los cuatro que tenemos de paga a la semana, para la parroquia. He echado cuentas y me parece que no podré ir al cine más que una vez al mes. Luego lo he vuelto a pensar y se lo he dicho a mis padres, que todas las semanas no, que cuando yo pueda. Mi padre a veces es inflexible. “No vale arrepentirse, Marisa. Un compromiso es un compromiso”. Claro, a él un duro no le pica.

       
  DON BRUNO

  Llega al colegio una mañana gris, monótona, llena de nubes planas, plano el cielo. A Ana y a mi nos ha dado una alegría enorme. Así, con las demás, es como si fuera nuestro porque es de la parroquia. Pero él, tímido, casi ni nos saluda; solo un gesto con media sonrisa; habrá pensado también, qué casualidad.
  Nos habla con un hilillo de voz; a veces durante la homilía,  –cuando lo vamos conociendo y le miramos fijamente a los ojos-, tartamudea un poco, se le atranca un pensamiento en la repetición pertinaz de una sílaba. Entonces, en esos instantes blancos que provocamos nosotras, divertidas y malas, Don Bruno cambia el apoyo de una pierna por otra; le vemos levantar un zapato, combar con la rodilla la caída del alba, rebullir inseguro un balanceo leve con el cuerpo. Alto, guapo, con esa alternancia de piernas azaradas parece una cigüeña que en Noviembre se hubiera desprendido de la bandada y tratara de hacerse un hueco, equivocada, en el guirigay de un nido de alondras levantadas.
  Nos confiesa los miércoles. Durante la mañana, de dos en dos, bajamos a la capilla con un recogimiento que se desvanece a medida que adelantamos por los pasillos, cuchicheando. Nosotras, las mayores, preferimos la última hora, antes de misa. Nos gusta confesarnos morosamente, notar su olor a través de la rejilla, verle la cara, ladeada y cercana, y buscarle con la mirada; la lumbre oscura de sus ojos en los nuestros, en la penumbra del confesionario.
  Remedios baja con nosotras. Cuando acaban – siempre se confiesa la última-, se quedan los dos charlando, entran en la sacristía. Vemos, a través de la puerta que dejan abierta, cómo Remedios le ayuda a vestirse, le alcanza el alba, la casulla, tira con timidez de alguna prenda detenida, arrugada contra la superficie de la espalda. Sale ella antes, nos mira, comprueba mentalmente que estamos todas y levanta, tintineante, la campanilla que inaugura la misa.



          LA REUNION

  Volvemos Ana y yo juntas, camino de nuestras casas. Es de noche ya y nos despedimos, en un cruce distinto al de siempre, de buen humor, del buen humor que tienen los sábados por la noche. Voy con mi bandolera, mis zapatos azules ¡por fin! Con un poco de tacón, la melenita, el corte de pelo de jovencita, de peluquería (entonces vamos a la peluquería cuando ya no somos niñas), un poco pintada también. Mi madre me ha visto salir y no me ha preguntado “¿Adónde vas así?” Y es que ya puedo pintarme. Voy, sábado por la noche camino de mi casa y tengo la alegría de estrenar el mundo. 
  Hemos abandonado el centro y con él, las luces alegres de los neones y los escaparates. Ahora, por las calles despintadas que me acercan al barrio recorro el trasudado que dejan los bajos cerrados. Los bares, a estas horas, están llenos de hombres con boina que huelen a tabaco, y si se abre la puerta sale un ruido de fichas de dominó contra las mesas, de voces turbias; se escapa a rachas una luz mortecina que huele a fritanga, a tiempo detenido, el tiempo detenido de los mayores.
  Acorto por una calle transversal, oscura, y de un portal veo que salen hombres mal vestidos, veo a mi padre y a Don Juan, veo a Don Bruno. También cerca, hay sombras emboscadas que se mueven y rondan, que no se dejan ver. Me acerco a él y le echo los brazos al cuello; me alegra verlo, me gusta que el camino a casa lo hagamos juntos, él y yo. Ha zafado un gesto de rechazo cuando lo abrazo (“Cállate”) y siento disolverse mi alegría.
  Caminaremos después juntos, su brazo sobre mi hombro estableciendo la confianza herida. “¿De donde vienes, papá?”. Callado, violento, sólo contestará cuando yo diga: “había dos o tres que esperaban. Uno se ha ido detrás de Don Juan”. “Esto entre tu y yo. No le vayas a contar a tu madre”.
  Voy con mi padre, extrañada e incómoda, dolida porque me excluye de su mundo, hacia nuestra casa.   

EL PROBADOR

Las Ruiz somos nosotras, mi madre y yo. A ella esto le da mucha alegría: “Esta niña tiene los andares Ruiz completamente”, “delgadísima, va a ser alta. Ruiz”. Todas las mujeres de su parte son así, largas, flacas, mi madre también guapa. Y yo soy Ruiz por parte de madre aunque de primero también me llame Ruiz. Cuando mi padre se lo recuerda, ella levanta una ceja, se pone caústica: “¡No me dirás que la niña ha salido a tu hermana!”. A mi no me importaría tener la pechuga de las Ruiz de primero, pero en eso también he salido a las otras Ruiz, a las auténticas.
Así que, a fuerza de quejarme, de maldecir la herencia materna en voz alta, a fuerza de insistir y porfiar he conseguido que mi madre me compre un sostén.
Salimos juntas las dos, me recoge por la tarde en la parada del autobús. Ahora, mientras vamos andando por la calle, mientras me mira de reojo el escote esperando que yo la mire, - y no la quiero mirar porque se echará a reír cuando me enfade “¡Ya está bien, mamá!” -, dudo, me reconcome el ridículo, la inconveniencia de esta salida precipitada. Porque pienso, me imagino con horror la dependienta de la corsetería diciendo discreta: “Es que la niña no tiene talla, aún”.
Y llegamos. Sobre el mostrador, - mi madre lo plantea con eficacia, sin ironías- van apareciendo sostenes Belcor, amarillo pollito, rosa, azul celeste. No esos, no. Hasta que lo digo, hasta que mi madre se niega, y yo vuelvo a insistir. De encaje, digo, de puntilla, blanco. 
Me entro en el probador, me desnudo. Me pruebo el sostén blanco, precioso, grande; no lo lleno. -“No lo llenas”-, dice mi madre, triunfal.
“Ya lo llenaré”.  Y pienso, de verdad, que las Ruiz no pueden impedir que con los meses complete, llene de carne turbia y dura el encaje, las flores blancas de este sostén de encaje.
Salimos de la tienda, volvemos paseando a casa. No hablamos. Veo, imagino en el espejo del cuarto de baño el cuerpo mío; bajo las bragas de puntillas que también me ha comprado mi madre la sombra insinuada del vello oscuro. 

Aurora (informe)

Tiene las carnes como la risa, gozosas y dadas a mostrarse, muy blanca de piel, azules los ojos. Aurora tiene el encargo de su madre y de su hermana, que sólo le dan este verano para decidirse o, en su caso, marchar obligada. Ella trabaja en una casa de familia, con muchos niños y una señora que es algo mayor que ella, con la que se lleva muy bien y que este invierno pasado le curó una verruga con un colirio de ojos. Pese al primer susto al comprobar el equívoco con las gotas y una vez que Aurora se hubo lavado con bastante jabón la palma de la mano -que era donde crecía, prominente y del tamaño de una peseta-, vieron la señora y ella cómo había desaparecido, a lo largo de la noche, la verruga.
Este verano lo pasan en el campo, en una casa destartalada con agua de pozo y sin electricidad. Esas casas se llaman masías, y quien es dueño de una lo suele ser también de bastantes hanegadas de terreno, para el pastoreo casi siempre pues es tierra de secano. Desde que trabaja con esa familia el tiempo que pasan allí es el más feliz. Se baña en la alberca, baja a la noria a lavar la ropa con las mujeres de los pastores, oye la radionovela por las tardes mientras cosen o pelan fruta para hacer conserva. Llega octubre y el billete para Francia. Su madre y su hermana le han arreglado los papeles y ella se despide de los niños, de la señora. Coge el tren y se va al extranjero.
Pasan años, años en los que de Aurora sólo se sabe por la familia. Que si está muy bien, que si gana mucho, que si no vuelve porque no le merece la pena. Pasan diez, doce años tal vez.
Cuando se sienta en el tren en la estación de Villiers tiene una enorme alegría, a ratos ensombrecida por la barriga abultada que descansa sobre sus muslos. Tras un viaje largo y transbordos en diferentes estaciones, llega por fin a su pueblo. Al abrir la puerta, la madre recorre con los ojos el cuerpo de su hija menor. No la abraza, tampoco su hermana; ella quiere pasar y sus familiares le estorban en el umbral. Finalmente le hacen un hueco estrecho, casi como para que pueda pasar ella pero no la barriga, y se sientan las tres en el cuarto de estar-comedor, en donde está también la nevera y una foto del fallecido padre. A Aurora, que recorre con la vista el piso, le gusta su casa. La ha ido comprando con el dinerito que todos los meses les ha enviado estos años. Pero la hermana le afea su estado, la conversación sube de tono al sumarse a los reproches su madre. Llegan los insultos, la vergüenza, la falta de decencia y el baldón que les ha caído con esa barriga que Aurora se habrá procurado a base de disfrutar y refregarse con todos los hombres que habrá conocido. No están dispuestas a que viva allí un franchute, ni una hermana e hija que es una guarra. Al cabo de seis horas sale de su casa con la maleta que ha traído y la foto del padre. Como no tiene donde ir, pues le han prohibido dejarse ver por parientes, coge el autobús hasta la capital. Allí se encomienda a las Hermanitas de la Encarnación, que la admiten en el convento. Durante resto de embarazo las monjas se portan bien con ella. Tiene a su niña allí y le pone el nombre de su madre, como es la costumbre. El cura del convento le procura una vivienda social muy pequeña, con un alquiler ínfimo, para que pueda trabajar y criar a su hija. Conforme la niña crece a Aurora se le empiezan a notar algunos comportamientos extraños. Se ríe mucho, habla mucho del campo y de Dios, o grita y afirma que el demonio se le ha alojado en el oído. Las monjas que la visitan se preocupan. Finalmente, el médico habla de cierto desequilibrio mental, tal vez una depresión, tal vez algo mas hondo. Cuando la niña cumple los diez años ya ha aprendido a cuidar a su madre, a hacerle la comida, a abrazarla cuando llora sin motivo. El ayuntamiento les concede una paga con la que viven las dos. Las monjas y la señora aquella con la que trabajó hace tantos años les proporcionan ropa y avíos de subsistencia. Aurora es esquizofrénica.

martes, 7 de julio de 2015

Refugio de Jesus-María

Por los refugios de esta ciudad, aún
corretean las risas de niños que no fueron.
Están umbríos y faltos de presencia
aunque arriba los coches trasmitan su temblor.
Antes hubo hombres que cavaban
y en los sacos terreros urgían el sudor
y forjaban el túnel que así les protegiera.
Plata se fué borrando de las alas,
el fuego se cebó sobre los árboles
y así quedó de rota y de inconclusa.

(2013)



Ana en el autobús 1



La lluvia suena en la chapa vieja y roja del autobús. Nosotras dentro.
Sobre la chapa del autobús tamborilea la lluvia; dentro las niñas hablamos de nuestras cosas. Todas las niñas que vivimos por Tránsitos, las que recoge el autobús a las ocho menos cuarto de la mañana. Todas, - las más pequeñas con coleta o trenzas, peinadas por sus madres que, a tirones, con prisa, les dejan el pelo estirado desde la frente de sus cabecitas hacia atrás-, todas con cara de sueño. Los primeros días no importa, aunque la segunda semana ya empiece a pesar como una tortura en los párpados durante las mañanas de todo el curso. Y llueve, en Octubre, con una violencia inusual aunque ya sepamos que es así todos los octubres. Somos tres o cuatro, atrás, y además Ana. Antes yo no, aún no. Después, -nos conocemos de la parroquia, pero ella es más mayor-, Ana me guarda un sitio a su lado. Algunas veces nos peleamos y hay quien se queda un rato mirando por la ventanilla, sola, aislada. Nunca Ana y yo, las burgalesas. Siempre estamos de acuerdo, nos buscamos, hacemos frente contra las demás. Brevemente, porque Ana rompe con su risa, con su conversación, el aire espeso que nos ha separado de las otras, y así quedamos todas, otra vez cautivas del timbre de su voz en los labios carnosos.
También le pasa lo mismo a Remedios de la Concepción cuando en el recreo se acerca a nosotras, al corrillo nuestro, y la llama. También cuando al poco de ir paseando las dos por el patio Remedios se para y deja sus ojos de beata joven sobre los labios de Ana, clavados en su boca, pendientes de su voz.
Y a Tony; se quedará mirando su cara, o sus ojos, oyéndola; aunque lo que ella le cuente no sea lo mismo que lo que nos cuenta a nosotras, las del autobús, los lunes, los martes, todas las mañanas de colegio que, durante la semana, mientras nos levantamos, mientras nos estamos vistiendo cada una en su casa, deseamos; mientras me visto yo. El ala blanca de la combinación que me entro por la cabeza y se me escurre por el cuerpo adormilado; sobre ella ahora estiro la aspereza de la tela azul que huele a goma de borrar, retestinada con el olor de la clase, la tela del odioso uniforme. Tapo todas las mañanas ese olor echándome colonia, mucha colonia sobre el pelo para que el perfume quite el tufo, el olor a colegio de la tela del uniforme.
Así vestida, con el bocadillo en la cartera llena de los libros, bajo las escaleras de casa y espero al autobús que habrá recogido a Ana, que ya me estará esperando en la parte de atrás, guardándome el sitio; esta mañana de final de Octubre como las otras mañanas, las que han pasado y las que vendrán, aunque la lluvia es hoy una sábana gris y destemplada que nos enfría con su ruido oscuro los jirones de sueño presos en las pestañas, la piel atirantada de la cara.
Después, cuando el autobús cruce el puente del río veremos al pasar el agua turbia, marrón, que llega de una parte del pretil hasta la otra; sentiremos otra vez la aprensión, el miedo a la riada que nos han contado tantas veces en casa. Llorarán las pequeñas, las haremos llorar anticipándoles la catástrofe: el agua arrancará el puente sobre el que pasamos, no volveremos esta tarde a casa. Nos dejarán en el colegio muchos días, dormiremos allí, oyendo a Ana contar lo que ahora, con el susto del agua desatada ha dejado interrumpido solo un momento, el momento del miedo que se nos mete en el cuerpo, el de asustar nosotras a las pequeñas.
- Ahora sigo.
- ¿Y qué?
           - Nada.
Nada hasta que Ana retoma el hilo, el momento anterior al puente, el que ella revive en voz alta para nosotras, el que le va levantando el color a los labios y cambiándole el fuelle de la respiración; a veces cierra los ojos, se ríe, se pone una mano en el escote, pide tiempo con el gesto; y nosotras esperamos, por un momento detenido el ardor, los ojos nuestros en la cara de Ana; recomponernos nosotras también, deseando su voz. Y qué.
Y qué. Se había enfadado con ella; “no te pongas la faja” le había dicho cuando la llamó, pero ella llevaba la faja al sentarse con él en la fila de atrás del cine Versalles, y él se enfadó.
Irse, salir de la sala a oscuras buscando el aseo, entrar y echar el pestillo; con la falda levantada buscar las manos la pretina de la faja hincada en la carne de la cintura, bajarla contra la resistencia de la prenda hasta los muslos, la piel blanca de las caderas, del culo, el pelo rubio del bajo vientre, desnudo el cuerpo ahora debajo de la falda, en el aseo mostoso del cine de sesión continua; meter la faja en el bolso con la otra mano sobre el picaporte de la puerta y no, todavía salir no. Sacar la blusa remetida en la cinturilla de la falda, desabotonarla, vislumbrarse en el espejo turbio el sostén blanco de encaje; desabrocharlo, bajar los tirantes de los hombros, guardarlo también donde la faja; los pechos redondos sin la prisión de los aros sienten ahora la suavidad de la blusa sobre las puntas duras. Arreglarse; ahora si, salir.
Y qué. Ana hace una pausa, mira las caras nuestras recién salida del recuerdo de su cuerpo reflejado en el azogue del espejo; nosotras tomamos aliento; tenemos todas una tensión fiera, Ana, y qué. Bajo el metódico repicar de la lluvia sobre el techo del autobús, y qué, y qué, que estamos dejando la circunvalación y ya vamos por el desvío que nos lleva al colegio.

“Entrar otra vez, a tientas cruzar todo el pasillo hasta la última fila buscando el asiento de al lado de Tony, pasar por encima de dos parejas, mirar de reojo entre los refilones de luz que salen de la pantalla y saberme enseguida como están ellas; sin verlas casi y adivino el desorden de la ropa, oigo la saliva de los besos. Me siento, Tony mira la película y yo le veo el perfil de dureza que tiene cuando se enfada. Yo, sentada al lado suyo, con la ropa interior en el bolso, mientras me noto el aflojamiento del cuerpo bajo la falda de mi hermana, “Tony, que te pasa”. Media película y todavía no me ha dirigido la palabra, se me pone en la garganta un nudo de llorar, “Tony, que te pasa”; Y entonces si, se vuelve hacia mi, serio, noto la mirada suya, dura sobre mi, “desabróchate la blusa, que te vea”. Encuentro los botones y los paso por los ojales como he hecho antes en el cuarto de baño; con la mano me retira la tela y me deja los pechos al aire, destapados en la oscuridad del cine, esperando la luz que la película deje caer sobre mí. Sin tocarme, solo me mira. Durante un rato eterno tengo vergüenza pero no me tapo, estoy azarada pero no me tapo. Después se inclina sobre mi lado, me besa el cuello mientras las manos suyas me acarician, me aprieta con los dedos, me acaricia el pelo hasta que se me suelta la hebilla de la coleta; pone una mano sobre mi rodilla, la sube, la falda es demasiado estrecha para seguir con la mano hacia arriba, “súbetela, Ana, súbetela”.

El chirrido del freno del autobús disuelve el aire que se ha ido espesando en los asientos de atrás, y echadas bruscamente del aliento que Ana ha ido entretejiendo con nosotras, salimos, bajamos los escalones, nos mojamos los zapatos en el barro del aparcamiento del colegio; las carteras entre los brazos, en fila ahora de dos en dos, la cola para entrar en el aula: “buenos días, niñas”.
Las horas cansinas, el aburrimiento de las clases, las horas que no pasan, la comida. No buscaremos a Ana en el recreo; lentas, a veces cogidas del brazo que les agrupa las cabezas bisbiseantes, el paso emparejado en el ritmo de la confidencia, pasan, Remedios y ella, bajo la cubierta del porche del patio. Una hebra de sol va  dejando manchas secas en la superficie de porlan del campo de baloncesto.
Suena el timbre. Renovadas y curiosas nos dirigimos al bordillo del aparcamiento encharcado. La puerta abierta y los escalones son los mismos que bajamos al llegar por la mañana; ahora, al subirlos, nos recogen de la intemperie. Recorremos el tubo del pasillo para ocupar nuestros asientos, atrás. Esperamos.
Remedios sube en el autobús precedida por Ana; hay en ella un gesto de disculpa, hacia nosotras, probablemente referido a ella misma, o tal vez a la monja, que se le ha pegado. Remedios adelanta hasta el fondo, hasta nuestros asientos. Las cuatro que le guardamos el sitio a Ana le sonreímos; frías como navajas. Cuando nos vamos, cuando llevamos unos minutos rodando por el desvío de vuelta a casa, Remedios se encamina hacia el asiento del chofer, vuelve. De su manita de mona cuelga el asa escocesa de la funda de la guitarra. La saca, y con una humildad que se impone entre nosotras, coge el mástil del instrumento, lo frota, busca en él los acordes, precipita una cascada de notas y cantan las dos, ella y Ana. Las otras cuatro, tensas curiosas que no sabremos finalmente hoy si Ana se sube o no la falda, tarareamos el estribillo, angelicales: “Dominique, nique, nique”.

Volvió a ser por la mañana, volvió el cielo a vaciarse sobre las calles empapadas; el autobús recorrió las esquinas en donde esperaban, borrosas contra el paisaje urbano emporcado de barro, cada una de las niñas que vivían en el tercer cinturón de la ciudad. Fue recogiéndolas.
Circulaba por el ensanche nuevo. El barrio, de finales de los cincuenta, permutaba campos baldíos por obras; se levantaban trabajosamente entre golpes de polvo cuando el calor apretaba y lodazales oscuros en cuanto llovía; se cubrían aguas, aparecía una mañana la bandera española en las estructuras terminadas, y poco a poco se iban incorporando a la costumbre de los ojos las fachadas baratas, desaseadas, salpicadas de terracillas grises que parecían caries contra la dentadura urbana.
La ciudad, como una madre mala, acogía a sus nuevos habitantes. Llegaban a oleadas, venían de La Mancha, del Bajo Aragón, hartos de cosechar sabañones entre los surcos de un secano exhausto, y en la ronda de Tránsitos los iba ubicando, apilando, sirviéndose de aquella masa viva para entibiar las entrañas de sus edificios. Los atraía, los engañaba como a típulas con su resplandor y en los ojos deslumbrados de aquella multitud destilaba en pago a su esperanza una sustancia triste que les iba borrando los contornos del campo, olvidar el sitio del que venían. Los hacía suyos, y entre las nervaduras de sus calles sin adoquinar iban creciendo los hijos que venían con ellos. Desterrados de una niñez de lagartijas e higueras, en los días de fiesta se les veía recorrer los rumbos imprecisos, sueltos o haciendo corros en las puertas de los recreativos, principiando adolescencias que delataban en los bares los distintos acentos que componían aquella población.
El autobús rodaba entre los charcos marrones que también pisoteaban recuas de burros ociosos, recorriendo su último camino. Iban ilusos hasta el matadero, absurdos ya, dóciles hacia el degüello. Paró por última vez y enfiló la salida de la ciudad mientras las niñas, atrás, volvían a la conversación que desgranaba Ana otra vez, al principio con menos emoción y que después, paulatinamente, fue tiñendo de rosa su piel dorada, el óvalo de la cara, los pómulos que se levantaban cuando extendía la risa y en ella prendía la atención de las amigas.

Vuelven a oír del armario de Ana, del detalle menudo de la pata de gallo verde y crema de la falda que le roba a la hermana mayor. Repasan otra vez la blusa, el jersey verde de escote en pico; el arreglarse, el salir de casa; entrar en el ascensor y pararlo entre dos pisos, sacar de la bandolera el pintalabios, el eye liner de la madre y dibujar una línea sobre cada párpado, y si, ahora llegar a la calle traspasando el zaguán de la casa; la boca roja sobre el hoyuelo de la barbilla, la naricita carnosa que bebe alegremente el aire de la tarde, los ojos verdes con su reto de rabos bajo las cejas espesas, la mata de pelo tirante, contenida con una hebilla la coleta que se apoya en la espalda, que marca el eje del cuerpo, respingona, acompasando su movimiento al trote enfajado del culo que retiene con dificultad la falda estrecha, forzosamente obligada a evidenciar la línea partida de las nalgas; disfraz de mujeraza aupada en los zapatos de tacón también robados que se apresuran camino de la cita
.
Las niñas se impacientan; y qué. Le hacen adelantar, a tropezones, porque todo lo demás ya se lo saben del día anterior, porque se habían quedado en lo del cine, en la sala oscura, cuando Tony le pasaba la mano tibia por el interior de las rodillas, súbete la falda, Ana, súbetela. Ahí estaban.

Ana se subió la falda mientras Tony dejó ir una mano desde el interior de los muslos hacia arriba, asegurando con la otra, algo mas atrás, la separación de las piernas; hasta que fue innecesario precaverse porque ella, abandonada ya, bajó la cremallera de la falda dándole más holgura y con aquel desahogo quedó la tela ociosa, enrollada sobre el ombligo y dejando ver, bajo el fulgor cambiante de la película, el vientre desnudo, el vello leve, la laxitud de los muslos de Ana. Después, sin resistencia ya de su voluntad, Tony le condujo una mano hacia los botones del vaquero que él se había desabrochado y Ana lo acarició, al principio con vergüenza. Y más tarde, seducida, no le sorprendió que el hombre le inclinara el cuerpo sobre el suyo, le tomara con suavidad la cabeza y, retirándole la barbilla hacia abajo para abrirle los labios le hundiera en la boca el sexo excitado.
Salieron del cine y a Ana le hirió en los ojos la tarde mortecina. Pudo desandar otra vez las aceras descascarilladas, el recorrido hacia su casa por las mismas calles y los mismos portales que ya conocía; pudo escuchar las voces de sus hermanos en el cuarto de estar, ayudar a su madre en la cocina, ponerse el camisón, irse a la cama. Pero no permitió que nada se colara en la trabazón de las horas pasadas con Tony, de los besos, de las salivas, del semen, de la piel en donde aún pervivía el olor de sus cuerpos; ninguna otra cosa habitaba su pensamiento. Y se durmió sintiendo que la memoria le dejaba en la boca un resto de caricia.




(Novelita por entregas semanales)