martes, 14 de julio de 2015

Ana en el autobús 2

APOSTOLADO

Ahora no rezamos por las noches, con su voz paseando por las avemarías con un murmullo suave que se detiene un momento cuando nos toca levemente un brazo; si alguno se adormila, o en el mormor del rezo se pierde y queda suspenso, en la boca dormida una hilacha “ahora y en la hora de nuestra muerte...”
Llevaba tartas de manzana al Colegio cuando era la fiesta de fin de curso; del seiscientos, cubiertas de papel de seda, las sacaban las monjas entre hipos de alegría y agradecimiento, “¡Ay, Maria Luisa, siempre tan detallista...!”, y mi madre, delgada y guapa, se deshacía, blanda como una crema pastelera, entre tanto halago.

Antes.

Ahora mi madre es catequista. Por las tardes, cuando llegamos del Colegio, la vemos arreglarse, esperar a la madre de Ana y a Rosa, salir de casa cuando nos deja la cena preparada y que yo doy a mis hermanos después. Ahora somos más mayores.

Esto es desde que Don Juan ha llegado a la parroquia. Salen algunas a visitar a la gente del barrio. Recorren casas, hacen apostolado, como dicen, entre tanta gente desarraigada, y encuentran muchos que no ponen un pié en la iglesia, a los que no conocen. Después van a la parroquia, cuentan al cura las visitas hechas: “Juan, qué lástima, siete niños, hijo, y un olor a col, a casa pobre...” y es que todas las tardes recogen con los ojos una pena nueva, trasiegan soluciones que remedian, parchean vidas de quien ha perdido pié y dejó ya no lo encuentra. Cuando cenan mis padres oímos a mi madre contar. Nos enteramos de lo que es un Meublé. “Ya tienen edad los niños de saber…” Así que mamá, animada por mi padre nos cuenta. Mujeres que se visten raras, una fuente de luces rojAhora no rezamos por las noches, con su voz paseando por las avemarías con un murmullo suave que se detiene un momento cuando nos toca levemente un brazo; si alguno se adormila, o en el mormor del rezo se pierde y queda suspenso, en la boca dormida una hilacha “ahora y en la hora de nuestra muerte...”
Llevaba tartas de manzana al Colegio cuando era la fiesta de fin de curso; del seiscientos, cubiertas de papel de seda, las sacaban las monjas entre hipos de alegría y agradecimiento, “¡Ay, Maria Luisa, siempre tan detallista...!”, y mi madre, delgada y guapa, se deshacía, blanda como una crema pastelera, entre tanto halago.

Antes.

Ahora mi madre es catequista. Por las tardes, cuando llegamos del Colegio, la vemos arreglarse, esperar a la madre de Ana y a Rosa, salir de casa cuando nos deja la cena preparada y que yo doy a mis hermanos después. Ahora somos más mayores.

Esto es desde que Don Juan ha llegado a la parroquia. Salen algunas a visitar a la gente del barrio. Recorren casas, hacen apostolado, como dicen, entre tanta gente desarraigada, y encuentran muchos que no ponen un pié en la iglesia, a los que no conocen. Después van a la parroquia, cuentan al cura las visitas hechas: “Juan, qué lástima, siete niños, hijo, y un olor a col, a casa pobre...” y es que todas las tardes recogen con los ojos una pena nueva, trasiegan soluciones que remedian, parchean vidas de quien ha perdido pié y el sitio que dejó ya no lo encuentra. Cuando cenan mis padres oímos a mi madre contar. Nos enteramos de lo que es un Meublé. “Ya tienen edad los niños de saber…” Así que mamá, animada por mi padre nos cuenta. Mujeres que se visten raras, una fuente de luces rojas en la entrada, sofás de eskay, de esos de botones, Tapices con bosques y ciervos y mujeres en camisón… Luego sale una señora, una Madame dice mamá, “con muchísimo gusto las atendería, si señoras, pero a otra hora ¿saben? Es que esta hora es fatal, ya empezamos a trabajar y claro, es muy mal momento…” Entonces, por la mañana; volverán las catequistas por la mañana cualquier otro día. Ella duerme hasta muy tarde “pero las señoras no se tienen que preocupar, aunque me despierten, de verdad que tengo muchos deseos de ir a la parroquia, hace tanto tiempo que no voy… Perdonen ustedes que les sea tan sincera, pero con este negocio, ¿saben? Le da a una como que la miraran mal, en el barrio todo el mundo se conoce…” Que no y que no, que en la parroquia no se juzga a nadie, que es al revés, que somos una comunidad, que estamos al servicio de quien necesite ayuda, que no se pregunta, ni se dice, sólo por si se tiene alguna necesidad, dice mamá; y papá, metido de lleno en la conversación con ella, -se han olvidado de nosotros -, hablan entre ellos: “Eso Mª Luisa, no preguntar, no juzgar. Ese es nuestro trabajo. Que se acerquen a Jesús, que vengan. Él es llama de amor viva a través de nosotros”. Pero Pablo dice con su vocecita aún de niño: “¿Y porqué no se abrigan para corretear entre los ciervos? Y en ese negocio, ¿gana mucho dinero la señora francesa?”

En la parroquia, un poco después de Don Juan, llegan Don Fernando, Don Bruno y Don José. Los tres son jóvenes y no llevan sotana: sólo una piececita blanca en el cuello. Mamá nos dice “Cleryman, se llama Cleryman”. Cuando vamos a misa, Al principio de conocerlos, Ana y yo nos pedimos uno cada una; Don Bruno y Don Fernando, guapos, altos. No nos dejan llamarles así, Don tal. Pepe, Nando. A mí al principio me cuesta. Don Bruno no nos dice nada, así que no le tuteamos. Es más tímido. Don Juan es muy bueno y siempre está contento. Dice mi madre que hay curas que a veces dan su sueldo para ayudar a las familias. Los tres hemos decidido dar un duro de los cuatro que tenemos de paga a la semana, para la parroquia. He echado cuentas y me parece que no podré ir al cine más que una vez al mes. Luego lo he vuelto a pensar y se lo he dicho a mis padres, que todas las semanas no, que cuando yo pueda. Mi padre a veces es inflexible. “No vale arrepentirse, Marisa. Un compromiso es un compromiso”. Claro, a él un duro no le pica.

       
  DON BRUNO
as en la entrada, sofás de eskay, de esos de botones, Tapices con bosques y ciervos y mujeres en camisón… Luego sale una señora, una Madame dice mamá, “con muchísimo gusto las atendería, si señoras, pero a otra hora ¿saben? Es que esta hora es fatal, ya empezamos a trabajar y claro, es muy mal momento…” Entonces, por la mañana; volverán las catequistas por la mañana cualquier otro día. Ella duerme hasta muy tarde “pero las señoras no se tienen que preocupar, aunque me despierten, de verdad que tengo muchos deseos de ir a la parroquia, hace tanto tiempo que no voy… Perdonen ustedes que les sea tan sincera, pero con este negocio, ¿saben? Le da a una como que la miraran mal, en el barrio todo el mundo se conoce…” Que no y que no, que en la parroquia no se juzga a nadie, que es al revés, que somos una comunidad, que estamos al servicio de quien necesite ayuda, que no se pregunta, ni se dice, sólo por si se tiene alguna necesidad, dice mamá; y papá, metido de lleno en la conversación con ella, -se han olvidado de nosotros -, hablan entre ellos: “Eso Mª Luisa, no preguntar, no juzgar. Ese es nuestro trabajo. Que se acerquen a Jesús, que vengan. Él es llama de amor viva a través de nosotros”. Pero Pablo dice con su vocecita aún de niño: “¿Y porqué no se abrigan para corretear entre los ciervos? Y en ese negocio, ¿gana mucho dinero la señora francesa?”

En la parroquia, un poco después de Don Juan, llegan Don Fernando, Don Bruno y Don José. Los tres son jóvenes y no llevan sotana: sólo una piececita blanca en el cuello. Mamá nos dice “Cleryman, se llama Cleryman”. Cuando vamos a misa, Al principio de conocerlos, Ana y yo nos pedimos uno cada una; Don Bruno y Don Fernando, guapos, altos. No nos dejan llamarles así, Don tal. Pepe, Nando. A mí al principio me cuesta. Don Bruno no nos dice nada, así que no le tuteamos. Es más tímido. Don Juan es muy bueno y siempre está contento. Dice mi madre que hay curas que a veces dan su sueldo para ayudar a las familias. Los tres hemos decidido dar un duro de los cuatro que tenemos de paga a la semana, para la parroquia. He echado cuentas y me parece que no podré ir al cine más que una vez al mes. Luego lo he vuelto a pensar y se lo he dicho a mis padres, que todas las semanas no, que cuando yo pueda. Mi padre a veces es inflexible. “No vale arrepentirse, Marisa. Un compromiso es un compromiso”. Claro, a él un duro no le pica.

       
  DON BRUNO

  Llega al colegio una mañana gris, monótona, llena de nubes planas, plano el cielo. A Ana y a mi nos ha dado una alegría enorme. Así, con las demás, es como si fuera nuestro porque es de la parroquia. Pero él, tímido, casi ni nos saluda; solo un gesto con media sonrisa; habrá pensado también, qué casualidad.
  Nos habla con un hilillo de voz; a veces durante la homilía,  –cuando lo vamos conociendo y le miramos fijamente a los ojos-, tartamudea un poco, se le atranca un pensamiento en la repetición pertinaz de una sílaba. Entonces, en esos instantes blancos que provocamos nosotras, divertidas y malas, Don Bruno cambia el apoyo de una pierna por otra; le vemos levantar un zapato, combar con la rodilla la caída del alba, rebullir inseguro un balanceo leve con el cuerpo. Alto, guapo, con esa alternancia de piernas azaradas parece una cigüeña que en Noviembre se hubiera desprendido de la bandada y tratara de hacerse un hueco, equivocada, en el guirigay de un nido de alondras levantadas.
  Nos confiesa los miércoles. Durante la mañana, de dos en dos, bajamos a la capilla con un recogimiento que se desvanece a medida que adelantamos por los pasillos, cuchicheando. Nosotras, las mayores, preferimos la última hora, antes de misa. Nos gusta confesarnos morosamente, notar su olor a través de la rejilla, verle la cara, ladeada y cercana, y buscarle con la mirada; la lumbre oscura de sus ojos en los nuestros, en la penumbra del confesionario.
  Remedios baja con nosotras. Cuando acaban – siempre se confiesa la última-, se quedan los dos charlando, entran en la sacristía. Vemos, a través de la puerta que dejan abierta, cómo Remedios le ayuda a vestirse, le alcanza el alba, la casulla, tira con timidez de alguna prenda detenida, arrugada contra la superficie de la espalda. Sale ella antes, nos mira, comprueba mentalmente que estamos todas y levanta, tintineante, la campanilla que inaugura la misa.



          LA REUNION

  Volvemos Ana y yo juntas, camino de nuestras casas. Es de noche ya y nos despedimos, en un cruce distinto al de siempre, de buen humor, del buen humor que tienen los sábados por la noche. Voy con mi bandolera, mis zapatos azules ¡por fin! Con un poco de tacón, la melenita, el corte de pelo de jovencita, de peluquería (entonces vamos a la peluquería cuando ya no somos niñas), un poco pintada también. Mi madre me ha visto salir y no me ha preguntado “¿Adónde vas así?” Y es que ya puedo pintarme. Voy, sábado por la noche camino de mi casa y tengo la alegría de estrenar el mundo. 
  Hemos abandonado el centro y con él, las luces alegres de los neones y los escaparates. Ahora, por las calles despintadas que me acercan al barrio recorro el trasudado que dejan los bajos cerrados. Los bares, a estas horas, están llenos de hombres con boina que huelen a tabaco, y si se abre la puerta sale un ruido de fichas de dominó contra las mesas, de voces turbias; se escapa a rachas una luz mortecina que huele a fritanga, a tiempo detenido, el tiempo detenido de los mayores.
  Acorto por una calle transversal, oscura, y de un portal veo que salen hombres mal vestidos, veo a mi padre y a Don Juan, veo a Don Bruno. También cerca, hay sombras emboscadas que se mueven y rondan, que no se dejan ver. Me acerco a él y le echo los brazos al cuello; me alegra verlo, me gusta que el camino a casa lo hagamos juntos, él y yo. Ha zafado un gesto de rechazo cuando lo abrazo (“Cállate”) y siento disolverse mi alegría.
  Caminaremos después juntos, su brazo sobre mi hombro estableciendo la confianza herida. “¿De donde vienes, papá?”. Callado, violento, sólo contestará cuando yo diga: “había dos o tres que esperaban. Uno se ha ido detrás de Don Juan”. “Esto entre tu y yo. No le vayas a contar a tu madre”.
  Voy con mi padre, extrañada e incómoda, dolida porque me excluye de su mundo, hacia nuestra casa.   

EL PROBADOR

Las Ruiz somos nosotras, mi madre y yo. A ella esto le da mucha alegría: “Esta niña tiene los andares Ruiz completamente”, “delgadísima, va a ser alta. Ruiz”. Todas las mujeres de su parte son así, largas, flacas, mi madre también guapa. Y yo soy Ruiz por parte de madre aunque de primero también me llame Ruiz. Cuando mi padre se lo recuerda, ella levanta una ceja, se pone caústica: “¡No me dirás que la niña ha salido a tu hermana!”. A mi no me importaría tener la pechuga de las Ruiz de primero, pero en eso también he salido a las otras Ruiz, a las auténticas.
Así que, a fuerza de quejarme, de maldecir la herencia materna en voz alta, a fuerza de insistir y porfiar he conseguido que mi madre me compre un sostén.
Salimos juntas las dos, me recoge por la tarde en la parada del autobús. Ahora, mientras vamos andando por la calle, mientras me mira de reojo el escote esperando que yo la mire, - y no la quiero mirar porque se echará a reír cuando me enfade “¡Ya está bien, mamá!” -, dudo, me reconcome el ridículo, la inconveniencia de esta salida precipitada. Porque pienso, me imagino con horror la dependienta de la corsetería diciendo discreta: “Es que la niña no tiene talla, aún”.
Y llegamos. Sobre el mostrador, - mi madre lo plantea con eficacia, sin ironías- van apareciendo sostenes Belcor, amarillo pollito, rosa, azul celeste. No esos, no. Hasta que lo digo, hasta que mi madre se niega, y yo vuelvo a insistir. De encaje, digo, de puntilla, blanco. 
Me entro en el probador, me desnudo. Me pruebo el sostén blanco, precioso, grande; no lo lleno. -“No lo llenas”-, dice mi madre, triunfal.
“Ya lo llenaré”.  Y pienso, de verdad, que las Ruiz no pueden impedir que con los meses complete, llene de carne turbia y dura el encaje, las flores blancas de este sostén de encaje.
Salimos de la tienda, volvemos paseando a casa. No hablamos. Veo, imagino en el espejo del cuarto de baño el cuerpo mío; bajo las bragas de puntillas que también me ha comprado mi madre la sombra insinuada del vello oscuro. 

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