martes, 14 de julio de 2015

Aurora (informe)

Tiene las carnes como la risa, gozosas y dadas a mostrarse, muy blanca de piel, azules los ojos. Aurora tiene el encargo de su madre y de su hermana, que sólo le dan este verano para decidirse o, en su caso, marchar obligada. Ella trabaja en una casa de familia, con muchos niños y una señora que es algo mayor que ella, con la que se lleva muy bien y que este invierno pasado le curó una verruga con un colirio de ojos. Pese al primer susto al comprobar el equívoco con las gotas y una vez que Aurora se hubo lavado con bastante jabón la palma de la mano -que era donde crecía, prominente y del tamaño de una peseta-, vieron la señora y ella cómo había desaparecido, a lo largo de la noche, la verruga.
Este verano lo pasan en el campo, en una casa destartalada con agua de pozo y sin electricidad. Esas casas se llaman masías, y quien es dueño de una lo suele ser también de bastantes hanegadas de terreno, para el pastoreo casi siempre pues es tierra de secano. Desde que trabaja con esa familia el tiempo que pasan allí es el más feliz. Se baña en la alberca, baja a la noria a lavar la ropa con las mujeres de los pastores, oye la radionovela por las tardes mientras cosen o pelan fruta para hacer conserva. Llega octubre y el billete para Francia. Su madre y su hermana le han arreglado los papeles y ella se despide de los niños, de la señora. Coge el tren y se va al extranjero.
Pasan años, años en los que de Aurora sólo se sabe por la familia. Que si está muy bien, que si gana mucho, que si no vuelve porque no le merece la pena. Pasan diez, doce años tal vez.
Cuando se sienta en el tren en la estación de Villiers tiene una enorme alegría, a ratos ensombrecida por la barriga abultada que descansa sobre sus muslos. Tras un viaje largo y transbordos en diferentes estaciones, llega por fin a su pueblo. Al abrir la puerta, la madre recorre con los ojos el cuerpo de su hija menor. No la abraza, tampoco su hermana; ella quiere pasar y sus familiares le estorban en el umbral. Finalmente le hacen un hueco estrecho, casi como para que pueda pasar ella pero no la barriga, y se sientan las tres en el cuarto de estar-comedor, en donde está también la nevera y una foto del fallecido padre. A Aurora, que recorre con la vista el piso, le gusta su casa. La ha ido comprando con el dinerito que todos los meses les ha enviado estos años. Pero la hermana le afea su estado, la conversación sube de tono al sumarse a los reproches su madre. Llegan los insultos, la vergüenza, la falta de decencia y el baldón que les ha caído con esa barriga que Aurora se habrá procurado a base de disfrutar y refregarse con todos los hombres que habrá conocido. No están dispuestas a que viva allí un franchute, ni una hermana e hija que es una guarra. Al cabo de seis horas sale de su casa con la maleta que ha traído y la foto del padre. Como no tiene donde ir, pues le han prohibido dejarse ver por parientes, coge el autobús hasta la capital. Allí se encomienda a las Hermanitas de la Encarnación, que la admiten en el convento. Durante resto de embarazo las monjas se portan bien con ella. Tiene a su niña allí y le pone el nombre de su madre, como es la costumbre. El cura del convento le procura una vivienda social muy pequeña, con un alquiler ínfimo, para que pueda trabajar y criar a su hija. Conforme la niña crece a Aurora se le empiezan a notar algunos comportamientos extraños. Se ríe mucho, habla mucho del campo y de Dios, o grita y afirma que el demonio se le ha alojado en el oído. Las monjas que la visitan se preocupan. Finalmente, el médico habla de cierto desequilibrio mental, tal vez una depresión, tal vez algo mas hondo. Cuando la niña cumple los diez años ya ha aprendido a cuidar a su madre, a hacerle la comida, a abrazarla cuando llora sin motivo. El ayuntamiento les concede una paga con la que viven las dos. Las monjas y la señora aquella con la que trabajó hace tantos años les proporcionan ropa y avíos de subsistencia. Aurora es esquizofrénica.

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